El impacto de la Covid-19 en las emociones infantiles

Inma Enfedaque

Mucho se ha hablado de la Covid-19, de la pandemia mundial que ha paralizado al mundo, cerrado fronteras, confinado a la población y causado tantos estragos económicos, sociales y políticos. Centrados en combatir al virus, en proteger a la población más vulnerable y en facilitar la situación económica y laboral de los más afectados por las restricciones sanitarias, las consecuencias emocionales se han mantenido al margen. Y, más allá, han quedado relegados los niños y las afectaciones que han podido padecer.

Los más pequeños han sido los grandes olvidados por un sistema socio-sanitario que no veía peligrar su salud, y en cierto modo, así ha sido. La población infantil apenas ha tenido una afectación significativa de la covid-19; en los casos en que ha habido contagio las consecuencias físicas han sido de menor importancia, con sintomatología leve y de rápida recuperación.

No obstante, allí están todos esos menores, confinados durante meses en sus hogares, privados de la posibilidad de salir al exterior, de sociabilizarse, con proyectos educativos improvisados y bajo la tutela continuada de unos padres que en algunos casos han teletrabajado, se han estrenado en un ERTE, ya estaban en paro, se han visto obligados a cerrar sus negocios, han continuado trabajando, han ampliado sus jornadas laborales como enfermeros o médicos o han sido contagiados. Posibilidades combinables entre ellas, pero que en ningún caso ofrecen la fórmula ideal para unos padres con niños confinados.

¿Y qué pasa con los niños?

Esos menores acostumbrados a una rutina completa de actividades, que pretenden formar a jóvenes aptos para todo, de buen rendimiento académico, condiciones físicas ideales, habilidades creativas y sensoriales, en un entorno repleto de amigos y de familiares.

Pues a esos niños se les explicó que debían de protegerse de un virus muy peligroso y contagioso, y la mayoría de ellos lo entendieron. Porqué lo que es indiscutible es que los niños del S.XXI, aptos para todo, entienden perfectamente lo que pasa a su alrededor con consciencia del riesgo y sentimiento de responsabilidad.

Por eso aceptaron quedarse recluidos en sus casas, en un espacio para ellos confortable, con sus padres y hermanos, con escasas responsabilidades académicas, sin entorno social ni familiar extenso, y sin posibilidad de actividad física exterior.

Pero los días transcurrieron y lo que iba a durar una quincena se extendió a dos meses, coincidió con el fin de curso y el inicio de las vacaciones de verano. En este tiempo los niños han ido atravesando diferentes etapas; de la alegría por la novedad inicial al modificar rotundamente sus completas y estresantes agendas diarias, a la rutina de un encierro diario.

Estos niños paulatinamente se han ido adaptando a un proyecto educativo, improvisado por las circunstancias, con unos docentes que se han esmerado por garantizar un nivel educativo a través de un entorno virtual novedoso también para ellos.

En estas circunstancias, el excelente trabajo realizado por los medios de comunicación, que proyectaron una intensa y productiva maratón informativa de sensibilización y concienciación social, favoreció que los más pequeños entendieran la magnitud de la tragedia.

Este estado de consciencia infantil, unido a un periodo prolongado de aislamiento, en un espacio reducido y con un entorno social limitado al mundo virtual, ha fomentado en los más pequeños estados emocionales de preocupación, incertidumbre, aceptación, resignación, tensión, ansiedad...

Estados emocionales que los niños no suelen verbalizar y los más adultos no siempre entendemos.

Pero los mayores si comprendemos, aunque sea por mera observación y por comparación a lo anterior, que los comportamientos de nuestros niños han variado y han empezado a mostrar sensibilidad, irritabilidad, cambios de humor, conductas rebeldes y/o desafiantes, alteración del sueño y de la alimentación, dificultad de concentración, dependencia de los progenitores, hiperactividad, desmotivación...

Y con todo esto, ¿qué podemos hacer como padres?

Pues ni más ni menos lo que hemos ido haciendo, tener paciencia, ayudar a nuestros hijos con los deberes, preocuparnos porque tengan definidas unas rutinas, mantenerlos en contacto virtual con amigos y familiares, fomentar la actividad física...en definitiva, acompañarlos en este momento y hacer más llevadera su existencia y en consecuencia, la nuestra.

Pero, esta estrategia de entrega improvisada de padres a tiempo total se intuye insuficiente para unos pequeños que cada vez reclaman más atención y dedicación y para unos padres que compaginan el sobre esfuerzo de la educación infantil con sus propias cargas laborales y preocupaciones.

Esta es la situación en la que nos encontramos muchas familias. Lo que debería haber sido una circunstancia excepcional apunta a una prolongación indefinida, por ello es necesario encarar el futuro con valentía, fomentar el desarrollo de los recursos personales de pequeños y adultos y sobre todo definir estrategias sociales y sanitarias que permitan combatir esta circunstancia con optimismo, eficacia y mucha responsabilidad.

El miedo favorece la consciencia del riesgo, pero en altas dosis fomenta conductas contrarias para el desarrollo y supervivencia del ser humano. Encontrar el equilibrio es una tarea en cierto modo arriesgada. No obstante, es necesario evolucionar con valor y optimismo, con la esperanza de que el desarrollo científico y tecnológico permita vislumbrar el control de esta pandemia.

Y mientras tanto, nos quedamos con nuestros hijos, regulando el retorno a la actividad habitual de los más pequeños con estrategias de protección y concienciación del contagio.

En medio, queda un gran espacio para todos los servicios educativos y sociales, y la necesidad de crear proyectos educativos consolidados, completos y continuos, actividades infantiles compatibles con unas medidas de protección sanitaria, espacios públicos libres de contagios, un sistema sanitario que compatibilice la asistencia a los enfermos del virus con el resto de necesidades infantiles, espacios en los que niños puedan permanecer con garantías sanitarias y que permita a los adultos delegar a ratos la responsabilidad integral de la educación de sus hijos, recursos que ofrezcan pautas a los adultos y los niños de gestión emocional para afrontar las situaciones cotidianas de sus familias más allá de la mera supervivencia.

Un esfuerzo integral que requiere el compromiso y el esfuerzo de toda la población, de las instituciones y del gobierno.  Porque todo el mundo es importante y a los pequeños se les debe garantizar la atención que merecen.